17 de septiembre de 2024

Por Ariel Oliveri

Se comenta en las esquinas de los barrios populares que para encontrar un tesoro, primero hay que saber qué es un tesoro. Y lo que se comenta en esas esquinas, no falla. En las esquinas de los barrios la gente tiene calle. Mucha calle tiene, tiene horas de esquina. Yo puedo pasar por la peatonal y ver tirada en el piso una perla que valga un millón de dólares, y seguramente pase de largo. O la patee. Y listo el pollo. El problema sería si un tiempo después me entero que esa perlita que patié era un tesoro. Ahí, no me lo perdonaría. Me sentiría un pelotudo.

En los finales de los noventa trabajaba en uno de los hoteles más importantes de la ciudad. Un cuatro estrellas. Los de cinco recién aparecían creo. Recién recibido de profe, tostado caribe y con lentes de sol, entre caminatas en la playa, clases de” gym “en piletas climatizadas, actividades recreativas y demás cosas que hacían enojar a mi primo Jorge. “Vos sos un caradura, me decís que armar jueguitos en la playa, meterte en piletas calentitas y armar fiestas a la noche es trabajar????. Encima cobras por eso???”. Se indignaba, se ponía rojo, y estallábamos en risas. Llorábamos de risa.

Empresarios, actrices, cantantes, músicos, políticos, deportistas de elite, famosos y famosas de todo tipo eran habitués. Muchas veces me enteraba de quienes eran cuando ya se habían ido. Viajábamos en combis desde el hotel hasta el balneario del sur por la mañana. Ya la ruta era un disfrute. El calorcito, el mar, los acantilados. Trabajar en estos espacios es uno de los placeres que tiene esta profesión le decía a mi primo. Quizás le erraste de profesión, lo gastaba. Y Jorgito más se calentaba cuando se lo discutía.

Una mañana de domingo viajábamos completos, y a las pocas cuadras un olor extraño inunda la combi. No era el puerto, lo habíamos dejado atrás. Un olor rico, conocido y fuerte. Un olor que no encajaba en este vehículo, habitado por mujeres con siliconas en diferentes lugares del cuerpo y pelos rubios, hombres con relojes y teléfonos celulares que eran novedad, música clásica de fondo, aire acondicionado. Hay una vida mejor, pero es más cara me decía siempre Dani, el chofer. Y me guiñaba el ojo.

Milanesas. Es olor a milanesas, deduzco y se lo comento a Dani. Me sonríe de costado como siempre y de querusa me dice. “Es el gordo del fondo”. Con carpeta estiro el cogote y lo saco al toque. Morocho , con el pelo enrulado . no usaba la chomba del cocodrilo y eso ahí ya era una novedad “¿Sabes quién es?”. Ni idea tenía yo. “Rubén Juárez, un capo del tango”. Mira vos, le digo casi sin importarme. Era la perla en la peatonal. Pasamos frente a un asador criollo sobre la ruta 11 y la carne en los asadores hace que la boca se me inunde. Como todos los días. La perla ni la distingo.

Llegamos y apoyamos el banquito para que bajen todos. Ayudamos dándole la mano a quienes vemos inestables. Ultimo, el negro Juárez pasa la heladerita de playa, desde donde el ajo de las milanesas aromatizaba todo, para que se la agarre el chofer. Después se baja con dificultad. Vestía Short y camisa me acuerdo. Una combinación letal. “Gracias Papá”, le dice a Dani y le da un sopapo afectuoso en el cachete de la cara. Un sopapo intenso. Un sopapo barrial. Y se va. Nos miramos y nos reímos. Una mujer veterana y linda lo acompaña.

En esa temporada me lo cruce un par de veces. Siempre me guiñaba el ojo. Y yo le sonreía. Me caía simpático. Una perla simpática.

Me enteré realmente quien era el negro Rubén Juárez muchísimos años después. Ya me empecé a sentir un pelotudo entonces. Y no le erré. Dicen que el tango te espera. A los veintipico los giles estamos en otra cosa. Mientras, el tango nos espera.

Hace unos días me pongo a cocinar unas milanesas. Cuando pelo el ajo se me viene a la mente el Negro Juárez. Como sé que voy a tardar mucho cocinando busco en el celu algo de el para escuchar. En YouTube. Y lo engancho en Encuentro en el Estudio, con Lalo Mir. A los dos minutos ya no me siento un pelotudo. Ya confirmo que lo soy. La perla pasó delante de mi varias veces. Y me sonrió, como buscándome charla. Veintipico años después me enamoro de este tipo. No hablo de un amor sexual, obvio. Me enamoro de su voz, de su bandoneón blanco. De su forma de cantar. El tipo vive cada tema. Llora en cada tema. Lo saborea. Lo actúa. Lo tiembla. Lo sufre. Y todo eso lo transmite.

Me emocioné los casi cincuenta minutos de programa. No tiene desperdicio ni un solo segundo. Es bestial. Me enteré luego que eso fue grabado unos meses antes de morir. El Negro se estaba muriendo y lo sabía. Se le nota en la mirada. En los ojos. En las lágrimas de cada frase. El tipo era un distinto. Único, irremplazable, mundial. El Negro Juárez pedía con los ojos quedarse. Quizás sabía que no podía, entonces vivía y cantaba dejando todo. Las miradas, los silencios, los gestos…..que animal….

En los barrios populares de Argentina las frases que se dicen son ciertas. Son leyenda. Las esquinas hablan. Las paredes donde se apoyan los pibes y las pibas tienen historia. Tienen rock y tienen cumbia. Ahora tienen reguetón y rap. Pero antes que todo eso tienen tango. Tango y milonga. Y en cada uno de esos tangos y milongas, una de las perlas es el Negro Rubén Juárez. No lo duden. Se los dice un pelotudo.